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Cuando la tierra se sacude

Por: Nadia del Pozo

Juchitán, Oaxaca

Apenas hace unos meses que el Istmo celebraba sus tradicionales velas, noches de intenso colorido y sabor donde se amanece bailando. Es parte de una memoria que no se lleva ningún temblor.

Escribo “en la lengua su piel podría asemejarse a la de un pez de cuero grueso. Pero enseguida se sienten sus huesos y ese caldo extraño que dejan, lo demás es tomate, cebolla, tomillo y chiles. El problema es comerse a las madres, más si están preñadas”, y entonces recuerdo que tiembla, que mientras escribo que las iguanas cierran los ojos al acariciarles la cabeza y que la sangre de tortuga cura el asma, esta tierra donde el polvo y la humedad se entremezclan con el plástico y el terciopelo, se despedaza por el último sismo. El mercado del centro con los aromas prohibidos está medio desierto, las mujeres orgullosas de sus comercios están curando, acogiendo y cocinando para todos, como sucedía en las Velas de mayo pero ahora con la escasez de la tragedia. No es difícil imaginarlas con un ánimo similar para la fiesta o para el horror, atrae su fuerza cuando uno viaja al Istmo para conocer las tradiciones donde textiles y manjares también son fruto de la voluntad.

Durante horas observo cómo se peinan con garra, estirado el pelo para dejar libres las facciones, una mirada firme. Escogen los listones de acuerdo con los bordados y las flores naturales y estos se entrelazan con su cabello negro. Las madres miran a sus hijas, a sus nietas tras los pétalos, un poco de carmín por primera vez. Es esta familia la que este año guarda el santo, lo viste, lo saca en procesión. Pero primero vamos al festejo donde el suelo es sin asfalto para bailar en un pedazo de campo con los sofisticados vestidos sujetos con una mano, haciendo círculos bajo el cielo oscuro.

Se nos hace de día y llega el sol al que nos lanza la procesión. El rojo intacto de tantos labios, las gotas de sudor sobre la piel morena parecen burbujas de sal contenidas. Pienso en la dignidad de una identidad, en la Iglesia de San Vicente Ferrer desplomada por el temblor donde hace poco caminaban como trazos de color sobre el blanco cegador del mediodía, sonriendo como se hace en los días en que se comparten recetas de generaciones. Porque de los bordados y los encajes pasan al mandil con el mismo empeño, y entonces se cortan y preparan sacos de productos locales para seres queridos o recién conocidos. Todo aquel que quiera descubrir sus costumbres, formar parte por unos días de sus centenarias conmemoraciones, con la hospitalidad que se recuerda de los abuelos, del campo, de la tierra cuando está tranquila y se la cuida.

La primera vez que recorrí esta parte de Oaxaca en cuyas llanuras habitan gran parte de los zapotecos de la región, conviviendo con huaves y zoques, lo hice en uno de esos autobuses donde ventanas y puertas quedan abiertas para que el viento caliente se quede adentro. En la primera parada comí los mangos que caían metida en un ojo de agua. Tras recorrer sus arenas de pescadores, conchas y camarones, otros pueblos donde los niños son niños en la naturaleza más o menos salvaje, regresé a Juchitán. Unos extranjeros entrevistaban a la muxe más reivindicativa en una terraza, narraba la dificultad de escoger el buen camino en el proceso que viven desde la infancia, a pesar de ser aceptadas desde hace siglos, y más allá de las tareas del hogar o el cuidado de los padres al llegar a viejos. Por esta y otras cuestiones históricas, esta tierra que es frontera geográfica de Norteamérica y Centroamérica y punto donde Atlántico y Pacífico se hallan a menor distancia, demuestra tener un espíritu distinto.

Desde el primer instante se rescataron unos a otros, con temple, sin descanso. Rodeados de escombros que son sus casas y pertenencias y bajo las que muchos han perdido la vida, no había la rabia de otros ataques, solo la agitación que produce la tristeza. Parece que hasta el mismo planeta se equivoca al escoger sus víctimas. Así que se ve a la gente recuperando su bandera de entre las piedras, a algunos yendo a vender lo poco que le queda para no perderlo, a jóvenes que vivían fuera regresando a sus raíces para recuperarlas de entre los montones. El valor y la lucha los distingue y llegará la época de reconstrucción. De momento, se siguen sumando las pérdidas en mitad de la ruina, se agradece la ayuda de todos, pero se solicita más, mucha más.

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